viernes, 24 de febrero de 2012

La banda


      La papa –nuestro profesor de literatura- deja de escribir en la pizarra, se sienta y nos manda a leer un fragmento de Bodas de sangre. Yogui interrumpe mi concentración y me comienza a hablar sobre el próximo concierto y de lo feliz que estaba con su nueva polera de inyectores. En seguida, se une a la conversación Tataje y Blind. Los cuatro seguimos conversando acerca de bandas de rock; a pesar de que a Tataje y Blind solían preferir el reggaetón que el rock. Alguien dijo por ahí: “Hey y por qué no formamos una banda”, yo les seguí el juego. Nos citamos en un horario y punto estratégico. Recuerdo ese día como si fuera ayer. A pesar de que no era verano hacía un tremendo sol que empañaba mi vista. Dos niños pasaron por mi costado jugando, un despistado conductor casi los mata. Fui con un polo blanco, el de peor calidad, buzo de colegio y zapatillas de fútbol. Como siempre, llegué tarde. 
      –Por fin –me dijeron– te demoraste un culo.
      Estuvieron esperándome media hora, sentados en el banco de los skaters. No suelo ser tardón, la verdad, llegué tarde porque no creía que vendrían, pero bueno, me llevé una gran y, a la vez, grata sorpresa. Caminamos rápidamente hacia Zarate, a una sala de ensayos llamada "Sandy". 
      Llegamos a la dirección y nos topamos con una casa enorme, no tenía la facha de una sala de ensayo, no tenía, ni siquiera, un letrero. Tocamos la puerta y después de un largo esperar, nos abrió un tipo, el cual parecía presentar un trastorno mental. 
      –¿Qué quieren?
      –Vinimos a ensayar. 
      Nos miró de pies a cabeza, lo miró a Blind y lo menospreció con una sonrisa medio burlona. Entramos. Cada uno cogió el instrumento que iba a tocar: Yogui se fue a la batería, Blind y Tataje con la guitarra y yo con el micrófono, era el vocalista (más adelante iba a entrar a la banda Rubin con el bajo). Queridos lectores, déjenme decirles que nunca había oído tanta descoordinación. El único que sabía tocar, o, bueno, al menos se defendía era Blind; los demás… -las palabras que están en mi mente no se pueden reproducir mediante este medio-. Canté algunas canciones de punk peruano y algunos gritos imitando al vocalista de Serial Asesino. Acto seguido, mis compañeros se miraron entre sí. Había demostrado que tenía el talento necesario para cantar en una banda punk. La verdad es que para ser vocalista de una banda así, la melodía de la voz no es primordial, sino la actitud. Cada vez que evoco esos momentos, me pregunto qué hubiera sido si hasta ahora seguiríamos tocando, quizá algún video de nosotros estaría rotando en canales como MTV, o al menos, estaríamos tocando en algunos locales de mala muerte, teniendo cincuenta fans, pero qué más da. Lamentarse no viene al caso. 
      Mentiría si dijera que fue un jueves o un lunes o el día que sea, pero si me acuerdo la escena perfectamente. Cuatro muchachos caminando, conversando de cosas sin importancia e infantiles, con un cigarrillo en la mano, lanzando risas al vacío; se detienen al escuchar el sonido de una batería. La resonancia provenía de una iglesia cristiana. Entramos. El lugar estaba medio vacío. A penas se escuchaba lo que hablábamos. Inspeccionamos rápidamente el lugar, Eureka, había todo lo que queríamos, todo tipo de clase de instrumentos: micrófonos, batería, guitarras, bajo, órgano, entre otras cosas. En el ángulo más oscuro apareció un joven de cabello largo, estatura mediana, polo verde, pantalón jean azul y unas sandalias. Hablamos con él y le dijimos que queríamos aprender a tocar, él gustoso aceptó y se presentó. Se llamaba Renato. También nos dijo que nos iba a enseñar sin cobrarnos nada a cambio. La felicidad se manifestó y una leve esperanza, sueños construyéndose y metas propuestas nacían. 
      Comenzamos a practicar una canción titulada One way. Pasaban los días y perdía el miedo escénico. Tataje ya dominaba la canción. Blind se lucía haciendo dúo junto a un mocoso de ocho años que tocaba batería como los dioses. Yogui tenía ritmo. Al mes se une a la banda, Rubín, un compañero de colegio, tocando el bajo. Recuerdo que una vez por hacerse el payaso se le cayó el bajo, Renato casi lo manda al carajo, pero bueno, tenía que contenerse. 
      Una inesperada noche, terminando de ensayar, me despedí de los demás y me fui caminando solo, siempre me iba caminando con Yogui y cuando no lo hacía me iba en bus, no sé que me pasó esa vez, me parece estúpido decirlo pero quizá fue obra del malintencionado sino. La iglesia se encontraba en el paradero 3 de Las Flores; antes de llegar al 5, veo a los lejos, entre la oscuridad, a dos tipos, dos pirañas, dos chibolos que estaban stone por alguna droga barata, presentí algo malo, divisé a todos lados y solo estábamos los tres y nadie más. Justo ese día había llevado cámara y tenía miedo de perderla. En cuestiones monetarias sólo contaba con un sol. Respiré hondo y pasé, erróneamente, entre los dos tipos. Uno de ellos me cogió del brazo, volteé y le tiré un puñete, de repente, el otro tipo me agarra del cuello. No tenía escapatoria, era uno de los peores momentos de mi vida, una de las situaciones más embarazosas que había pasado. “Saca tu cuchillo pe conchatumadre”, me dijo. Seguro se había confundido de persona o había equivocado mi actuar al lanzarle un puñete relacionándome con otro ser de su calaña. Uno de ellos mete la mano al bolsillo de mi polera negra y saca la única moneda que contaba. “No tengo nada brother”, dije asustado. Ya me imaginaba sin la cámara, temía que algo peor me pasara. “No tengo nada”, seguí diciendo elevando el sonido de mi voz. “Ya, cállate oe”, me dijo el tipo que me estaba ahorcando. Al notar que cada vez me sujetaba con menos fuerza, me zafo y emprendo una increíble huida. Corrí como en mis mejores épocas, como esas veces en la cual competía por alguna medalla. La gente me miraba, confundida. Había corrido el tramo de dos paraderos, ya los había perdido de vista. “Puta madre, felizmente que no abrieron mi mochila”, dije, y es que si hubiera pasado eso mi querida cámara ya no estaría conmigo. 
      Los ensayos eran un cague de risa, nunca faltaban las ocurrencias de Tataje o las clases de Renato o Yogui siendo derrotado en la batería por un niño de ocho años. Yo cantaba, y cantaba hasta el culo, ya que mi voz no se acomodaba a esos ritmos, mi voz era sólo para el punk. Cuando un día cantaba el Himno (un cover de Difonia), unas viejas se cagaron de risa, yo seguí, me llegó al pincho, tenía que perderle el miedo al público. Lo más anecdótico fue que mientras tocábamos se escuchó de la nada, un grito, era un grito de terror. Volteamos a ver y era que una de las chicas del coro al ver a nuestro amigo Norvil (más feo que una patada en los huevos) se asustó, a tal punto de lanzar tremendo grito ensordecedor. 
      Los días avanzaban y se ponían más estrictos con nosotros: querían que formáramos parte de la banda de la iglesia y que dejáramos de tener esa vida bohemia de adolescentes que cursaban el último año de colegio. Lo peor de todo, querían que ya no toquemos punk, porque no era música “del Señor”. Debido a ese motivo dejamos de asistir a esa iglesia y tratábamos de ensayar en la casa de Tataje. En vez de ensayar nos perdíamos en el alcohol. Ese fue el colmo de los colmos, la gota que rebalsó el vaso. 
      Después de buscar, conseguí una oportunidad de tocar en un concierto y de ese modo ver en qué nivel estábamos, para no hacer la vergüenza del año, decidimos irnos al Sandy a ensayar y ver si estábamos al nivel, si podíamos tocar. Nos dimos cuenta que estábamos peor que nunca, que por nuestra irresponsabilidad, que por chupar en vez de ensayar, no estábamos al nivel de un concierto. Sólo iríamos a dar pena y vergüenza. Cada uno se fue a su casa, enojado. 
      Dejamos de tocar. Nadie quería saber de la banda. Volvimos a ser amigos, después de todo, la amistad prevalece siempre. Ahora cada uno está tan lejos tangiblemente.


PD. Este post, aunque ya fue publicado, se los dedico a ustedes, mis queridos amigos.

lunes, 13 de febrero de 2012

Crónicas de una muerte anunciada (Teatro Británico)

Llevaba un poco más de diez minutos de retraso. Mi vista se empañó por una muchedumbre interracial. Entro a Metro. A lo lejos lo divisé, un muchacho entrado en carnes, con un polo manga larga negro y un pantalón azul. Era Apolaya, un viejo amigo de las épocas del colegio. Me acerco y le estrecho la mano, en seguida, nos dirigimos al paradero. El día era perfecto, el sol no jodía tanto como otros días de verano, como otros días de enero.

Subimos al bus. Me senté en la parte de la ventana. En el trayecto Apolaya me hablaba de sus sueños de pertenecer al conservatorio, de lo tanto que se había esforzado para ser un tenor, de sus experiencias musicales como la de cantar en el coro de Miraflores. Miré donde estábamos, faltaba demasiado, recién estábamos por Wilson. “¿Causa, firme que cuidaste en el concierto de Green Day?, me hubieras avisado”, le dije. Me contestó que me hubiera dejado entrar gratis y que sí me avisó, pero eso ya carecía de importancia, lo hecho está hecho. Me contó, también, su experiencia como bodyguard, que había cuidado conciertos de música comercial, discotecas del cono norte hasta raves; que hacía cutras en los eventos, qué había encontrado a una pareja tirando en algún lugar oscuro, en fin, tantas cosas. En San Isidro subió un loco, un artista urbano con una mini radio en el hombro y rapeó una canción de una melodía agradable, sin duda, era arte, después de todo, en algunas de sus expresiones, no como la basura del reggaetón que repiten tres palabras en toda la canción coqueta, coqueta, coqueta, y lo peor de todo, tratan a la mujer como un objeto sexual. Se lo mereció: le entregué una moneda de cincuenta céntimos, “gracias viejo”, me dijo con una sonrisa en el rostro. Luego empezamos a discutir sobre los nuevos hits del verano, las diarreas musicales como llamo, auch si te pego, el choque, tírate un paso y tantas barbaridades. Cuando nos percatamos, ya estábamos en el óvalo frente al parque Kennedy.

Bajamos y caminamos hacía el Jr. Bellavista. Las calles lujosas de Miraflores mutaban a calles de caserones antiguos, callejones y arquitectura old fashion. Observamos un edificio rojo, imponente, y entramos. Dentro de ésta, había gente de alcurnia en su mayoría, “Fácil veamos a las viejas pitucas de La Molina con el pollo Chicken”, le dije a mi compañero. Seguimos bromeando hasta que una chica nos invitó a entrar al salón. Habíamos reservado entradas con anticipación en Teleticket, habíamos escogido la segunda fila para ver mejor –no me arrepiento, fue una magnifica y acertada decisión-, había aprovechado la oferta de pagar diez soles por ser alumno del británico y otros diez por el acompañante, sin dudas, nos resultó baratazo, un precio ridículo para semejante obra. “Oe un toque voy al baño”, le dije a Apolaya. Al salir del baño veo a Apolaya tratando de cerrar el caño, “déjalo así, esas huevadas se apagan solo”, le dije. No me creyó hasta que se dio por vencido. Segundos después se apago solo. Salimos. Esperamos las tres llamadas del pre acto. La gente dejó de hablar y apagaron sus celulares. La actuación, por fin, empezaba.

La obra empezó cuando todos los actores salieron por la puerta cantando, era casi uno de los últimos actos de la novela. Para los que nunca han leído al Gabo García Márquez, déjenme decirles que serán confundidos por su tiempo no lineal, empezando con el presente, yéndose al pasado, volviendo al presente, otra vez en el pasado y terminando en el presente. Nasario, un muchacho rico vestido por ropas blancas, -caracterizado por Emanuel Soriano- es el personaje principal, toda la obra se enfocó en que iba a ser asesinado por los hermanos Vicario –caracterizados por Oscar López Arias y Franklin Dávalos- para así vengar la honra de su hermana –caracterizada por Nidia Bermejo- que había sido devuelta, por no ser virgen, del matrimonio por Bayardo –caracterizado por Sebastián Monteghirfo-, un hombre rico que cuando la conoció decidió casarse con ella, sorprendiendo a todos con su dinero. Hay una escena muy graciosa en la cual estaba la chica no virgen junto a sus hermanas –caracterizadas por Leslie Guillén y Stephanie Orue- rifando una radiola antigua, se acerca Bayardo y le pregunta el costo del aparato, ellas le dicen que no está en venta sino que va ser rifado, a lo que Bayardo responde: “entonces es más fácil, ¿Cuántos boletos quedan?, ellas les responden doscientos y él rápidamente saca el dinero necesario para comprar las doscientas y se va con su “premio”, presuntuoso. El personaje que fue el único testigo de la muerte de Nasario fue caracterizado por Gonzalo Molina. Una sensual Ebelin Ortiz protagonizó a una prostituta, Tommy Parraga hizo el papel de policía y del amigo de los gemelos. Víctor Prada protagonizó al padre, cura, representante de la iglesia. Gabriela Velásquez hizo el papel de la mama de Beyardo. Carlos Mesta protagonizó al padre ciego de los hermanos Vicario. Carlos Victoria protagonizó al carnicero que les entrega los cuchillos a los hermanos Vicario. Y como olvidarse de Claudia Dammert que se lució protagonizando a la mamá de los hermano Vicario castigando a la joven no virgen. La obra genial, espectacular, la gente no dejaba de aplaudir al término de la obra. Los actores, soberbios, se lucieron de principio a fin. No me arrepiento de haber ido a verla, es más, ahora aprovecharé ser alumno para asistir al teatro con entradas a precios ridículos comparados a la calidad de las obras que se dan es ese teatro.

jueves, 2 de febrero de 2012

Nunca te enamores de una chica punk

Me encontraba perdido en las marginales calles de Los Olivos, preguntando a lo que se moviera donde se localiza la discoteca Honey. Es probable que la gente pensara, en aquel momento, que era un vagabundo por preguntar sobre tal perroteca (Y se les llama así por los bailes vulgares y obscenos, aduciendo movimientos de perros en pleno acto sexual, que se hacen en dicho establecimiento), pero no, no iba a perrear ni nada por el estilo, sino todo lo contrario, iba a un concierto punk. Usando un poco de astucia y sentido común, empecé a seguir a los locos vestidos de negro. Caminando me topé con mi prima. Estaba con sus amigos, unos sujetos que se hacían llamar la “Naranja Mecánica”, en honor a la magistral novela literaria del mismo nombre. Era una komuna que, a diferencia de otras, no era ningún club de fans o seguidores de alguna banda, sino sólo un grupo de compañeros de la noche. Se reunían en el Free, cuadra 8 de la Av. Arequipa, para emborracharse con tragos baratos (los más conocidos eran la oferta –trago de color oscuro como el ébano y de sabor semejante al vino– y la perita –de sabor parecido al refresco de durazno combinado con alcohol en demasía) y hablar sobre cualquier tema. Eran cinco o seis años mayores que yo. Los conocía desde hacía unos meses. Ariana (su verdadero nombre era Mayra) era la administradora de la komuna. Era la más hermosa del grupo, su belleza estrambótica llamaba la atención de cualquiera, usaba el cabello negro lacio, aunque después se lo pintó de rojo y cambió el lacio por el cabello ondulado. Arizza era su mejor amiga, mujer con gran masa muscular y de aspecto emo, para ser sincero, fue una de las primeras emo del país; solía cortarse los brazos con gillette como auto flagelo. Damián era un metal de cabello rizado, callado, amante de la oscuridad y ateo. Denis era un ex regueeatonero que debido al alcohol y a las chicas bonitas decidió volverse roquero. Mi prima, Mishel, una chica muy hábil y con grandes habilidades interpersonales era la que le daba el sabor al grupo.

Me impacientaba lentamente porque quería entrar de una vez y no esperar más. Tenía catorce años y, por ende, no tomaba. A los minutos llega Arizza con una chica que nunca había visto antes. Se trataba de su hermana, tenía más o menos mi edad. Mentiría si diría que me enamoré a primera vista, posteriormente empecé a verla más atractiva. Su nombre era Karol. Desde esa vez le dijeron Pepa por ser la menor de todos. Ella, a diferencia de mí, bebía y fumaba. Terminan de tomar y se separa el grupo: los que iban a entrar y los que no; Karol se encontraba en el grupo de los que no iban a entrar. No me importó mucho y entramos, la pasamos de mil maravillas, los conciertos en aquellos tiempos eran otra cosa. 

Subía las escaleras del colegio, junto a mi gran amigo Yogui, hasta que algo jamás imaginado sucedió: mientras subía, Karol bajaba.

–¡Pepa! –dije apenas pude reponerme del asombro.
–Hola –respondió, luego de darme un beso en la mejilla.

Pasaron los días, como las cosas que carecen de sentido, y nos juntamos algunos de la komuna en un parque. Me dijeron que la esperara en Metro, la esperé, la saludé y no volví a articular palabra alguna (debo confesarles que en ese tiempo era un tremendo idiota en esos asuntos). Caminamos rumbo a dicho parque, ¿cómo olvidar esa vez?, era de noche y llovía demasiado, ella fumaba y parecía que era consuetudinario. Esa forma de ser y esa belleza diferente se entremezclaban y hacían que cada vez me guste más. Llegamos y luego de un rato, Arizza dijo: “Karol me contó que no le hablaste en todo el camino, cree que le tienes miedo”. Traté de excusarme pero fue en vano. 

Nunca podré olvidar, y estoy seguro que muchos peruanos, el tremendo movimiento sísmico que ocurrió el 15 de agosto del 2007. Tenía quince años. Fuera lo que sea, me sirvió para cambiar y vivir cada día como si fuera el último. El siguiente lunes me armé de valor y fui a buscarla a su salón, en el recreo. Estaba parada en su puerta saboreando un chupetín. Dialogamos diez minutos. La misma escena se repetía casi todos los días. 

Empecé a ir al Free, solo por verla, pero no tenía éxito porque ella rara vez iba. Por ella empecé a tomar mis primeros tragos, cosa que no me arrepiento, aunque, algún día mi hígado se pudra como el sistema socioeconómico. Recuerdo que me desprendí de un disco el cual era nuevo y uno de mis preferidos, todo por regalárselo por el día de su cumpleaños. Mis compañeros de colegio pensaban que era mi enamorada y típico de chibolos retardados de esa edad, jodían. Un día noté que hablaban a mis espaldas.

–¿Qué pasa? –dije.
–Lo que pasa es que… –respondió Diego mirando, nervioso, a todos lados.

No entendía lo que sucedía. Diego saca de su bolsillo un celular y me muestra una foto en la que un infeliz abrazaba, por la cintura, a la reina de mis pensamientos. Me hice el desentendido argumentando que debía ser su amigo, luego de reír nerviosamente.

A los días me aparecí frente a su salón, con una amiga, supuestamente para darle celos. Ella nos mira y, a propósito, intercambia saliva con el mismo infeliz de la foto. Me sentí humillado, pisoteado, el máximo idiota. Le pedí a mi amiga irnos en el acto. Mientras caminábamos, pensaba en cómo me pudo haber gustado esa perra, en lo equivocado que estaba. Otro día, en la salida, la veo besándose con otro sujeto. Me sentí asqueado por la escena. Giro la cabeza y veo a Yogui, con una sonrisa natural, como queriendo interpretar: “Me importa una mierda” y seguimos caminando rumbo a nuestras casas, como si nada hubiera pasado, como si aquello que sentía por esa chica punk rocker nunca existió.