miércoles, 1 de agosto de 2012

Promesa bajo las estrellas

Estudiaba en un colegio particular, aunque parecía militar debido al gran énfasis que le daban a los desfiles escolares. Todos los días, a las tres de la tarde, empezaban los ensayos. “Buenas tardes”, indicaba el instructor. Uniformemente, devolvíamos el saludo de una manera seca y tajante. Después, cada alumno se ubicaba donde correspondía. Rápidamente cogía la pancarta y me ubicaba delante de la escolta. Pertenecer a la escolta era lo mejor que podía anhelar un alumno: ser popular, tener a todas las chicas que se pueda y sobre todo, faltar a clases cuando habían desfiles. Si los ensayos salían mal, el instructor se desquitaba con el batallón

–¡Escritor! –con una voz enérgica me llamó el instructor.

Era un amante a la literatura. Recitaba poemas de autores clásicos, románticos y los llamados poetas malditos. Leía novelas. En mis más locos y remotos sueños me veía como un escritor mundialmente conocido, un best seller. Tenía un blog muy leído. Escribía historias de sexo, drogas, alcohol y unas cuantas románticas. Era un éxito. Todos en el colegio leían lo que escribía. 

–¡Sí, instructor! –respondí.
–Quiero que te encargues de estos inútiles –aseveró, retirándose del lugar. 

Casi siempre me dejaban al mando del batallón. Ver sufrir a los demás era lo más divertido. Les mandaba hacer ejercicios físicos extremadamente pesados. Los pobres chiquillos, sudando sangre, obedecían mis indicaciones. Un día sucedió lo inesperado. 

–No sé a quién le habrás ganado –dijo un muchacho osado, tenía un erizo en la cabeza y un corte en la cara–, pero tú no me vas a dar órdenes.
–¡Ah!, machito te crees –empujándolo con mucha fuerza–. Si no me obedeces es como si no obedecieras al instructor ¡Lárgate! ¿Qué diablos haces aquí, entonces?

Con los ojos enrojecidos, apretando los dientes, me lanzó un puñete. Le devolví el golpe. La pelea fue interrumpida por mis compañeros. El instructor nos observó y se acercó enfurecido. Le dijo al muchacho que ya no regrese a los ensayos. Mientras tanto, los miraba, quitándome con la mano un poco de sangre que brotaba de mis labios.

–¡Y tú! –parecía que iba a estallar –sigue así escritor. Eso es lo que busco, gente con huevos.

Un gran estrado, bancas rodeando toda la pista y la calle polícroma caracterizaban el día festivo que era, el aniversario del colegio. Estábamos parados frente al estrado, luciendo nuestro uniforme de gala, orgullosos. Una chica subió al estrado a recibir el premio de campeona en matemáticas. Era Cami. Una muchacha responsable, la número uno en conocimientos; pero a la vez, la más fastidiada, las chicas populares se burlaban de sus lentes enormes, sus dientes con fierro pegado y su falta de confianza. 

****

El tiempo pasó en un abrir y cerrar de ojos. A un mes de la fiesta de promoción, el profesor tutor hizo una reunión con los alumnos para acordar los pormenores de dicho evento. Todos tenían pareja, a excepción de Cami. Yo iba a ir acompañado de Brissa, una chica diferente a mí: no tenía nada en el cerebro.

–Cami –dijo Brissa–, ¿con quién vas a ir?
–No sé –bajando la cabeza–. No tengo con quien ir.
–Anda con tu papi –se oyó, seguido de carcajadas– que triste que nadie quiera acompañarte.

Todos se rieron y siguieron burlándose. Cami se sacó los lentes, una fina lágrima brotó por su rostro. Avergonzada, salió del salón. La broma había llegado demasiado lejos.

–¡Todos ustedes son unos idiotas! –grité con gran furia– Incluido usted, profesor, no hace ni mierda, ve que joden a Cami y usted no hace nada.

El profesor, perplejo, observaba la escena desde el ángulo más oscuro. 

–Y tú Brissa –mirándola con odio– búscate a otro imbécil que te acompañe.

Corrí detrás de Cami. Bajé las escaleras. La encontré en medio del patio.

–¡Cami! –acercándome a ella– Espera un momento.

Ella se detuvo y miró hacia atrás.

–No llores –le dije, secándole las lágrimas con mis dedos– esos imbéciles no merecen ninguna lágrima tuya.

La abracé tan suave, mis manos recorrieron su cintura. Ella correspondió el abrazo. Acerqué mis labios por su oído y susurré: “¿Quieres ser mi pareja de promoción?”. Ella dejó de abrazarme y se separó a una distancia considerable. “¿Lo dices en serio?”, me preguntó. Nunca podré olvidar esos ojos brillosos, tan hermosos, con los que me miró. Asentí con la cabeza y volvimos a abrazarnos, pero esta vez, parecía que flotaba en el espacio.

La fiesta se realizó en un local de Lince. Los alumnos llegaban acompañados de sus padres y respectivas parejas. Brissa llegó acompañada de su madre –su padre nunca la reconoció– y también de aquel muchacho que tres meses antes me había golpeado en un ensayo. Los miré con desprecio y sonreí al ver a Cami, más hermosa y bella que nunca. Cambió sus lentes de vidrio por unos de contacto, por primera vez, se había preocupado por su aspecto físico. Vino vestida de un elegante vestido y unos zapatos importados.

Un sonido estridente retumbó en el ambiente: era la orquesta de salsa del momento. La música a todo volumen ocasionaba delirio en los jóvenes. Cada baile con Cami era como estar en las nubes. ¡Como sonreía!, luciendo esas perlas que tenía como dientes. Mientras los demás se embriagaban con whisky, excitado por el momento, salí del lugar con Cami y nos sentamos mirando las estrellas, sintiendo el aire gélido de las noches de diciembre. Saqué un cigarrillo y me lo puse en la boca, aspiraba profundamente, luego exhalaba, calmado, liberando mucho humo.

Le pregunté qué iba a estudiar. Me contestó con seguridad infranqueable: “Administración”. Realmente no la veía como administradora; no basta con ser inteligente si no también ser líder y eso le faltaba. Le pregunté porque no pensó en ingeniería. “Me gusta las matemáticas pero odio física y química, así que nada de ingeniería”, respondió con ternura. Reímos. Me miró penetrando en mi interior y me preguntó que iba a estudiar. En verdad no lo sabía. Soñaba con tener una banda de rock, tocar y vivir sin preocupación. “Deberías ser escritor, escribes magnífico, por algo te lo dicen”, enfatizó. Le respondí que eso no daba plata y estudiaría derecho, a pesar de que esa carrera esté saturada, también le dije, mirando al cielo, que sería el abogado más corrupto del país. Volvimos a reír. Un silencio sepulcral se apoderó del lugar, hasta que escuchamos algo caer, con gran violencia, al suelo. Nos fijamos rápidamente y vimos al muchacho cabeza de erizo desprender un líquido espeso, nauseabundo, de la boca. Era lo más asqueroso que había visto, sentía vergüenza ajena por aquel infeliz.

–Por fin terminamos el colegio –prosiguió Cami luego de unos minutos.
–La vida recién comienza –mientras apagaba el cigarrillo con el zapato derecho–. Prométeme que pase lo que pase nunca dejaremos de ser amigos.

Era inevitable que cada uno tome su propio camino, me resignaba a aceptarlo. Sabía que estaba enamorado de ella, pero no podía intentarlo por miedo de perderla algún día. Los finales tristes siempre llegan y son muy fuertes. Ella me miró dulcemente con esos ojos almendrados y me tomó de la mano. “Cuando sea, donde sea, con quien sea, si me necesitas ahí estaré”, dijo repitiendo una frase de Hollywood. “No sabes cuan feliz me siento al tener a alguien tan valioso como tú a mi lado, sin ti no hubiera resistido todo lo que pasé”, añadió. Lágrimas brotaron por mi rostro, en ese momento no había lugar para palabras, no había nada que decir.