sábado, 6 de julio de 2013

El lugar innombrable

      El taxi avanzaba a una velocidad prudente. Desde la ventanilla del auto podía observar la calle, la gente, los colores mezclados y todo lo demás que se presentaba alrededor; mientras escuchaba algunas canciones de Tego Calderón. “¿A dónde vamos?”, le dije a M. “Al Nissa”, me respondió con una sonrisa picaresca. Pensé que era una broma, pero no, era cierto. Era inevitable, no podía bajarme del auto e irme. Sólo porque eran mis primos les perdonaba tantas huevadas. Me dijeron que íbamos a ir a ese lugar para que A se desahueve y bellaquee con alguna perrita de por ahí. A era un primo al cual no veía hace seis años, desde que se fue a EEUU. Tenía catorce años y era un poco tímido. Totalmente distinto a su hermano. A pesar de eso, me caía muy bien. 
      Llegamos. Pagamos cinco soles en puerta, cada uno. A penas pisé un pie en ese lugar pude observar delincuentes y gente de mal vivir por todos lados. Tipejos con cortes extravagantes, con patillas extremadamente ridículas, cerquillos parados, cabellos mojados que hacía notar el sebo de sus cueros cabelludos. Nos enrumbamos hacía el lugar donde vendían tragos. Pedimos dos jarras, una de sangría y otra de cerveza –que por cierto era agua en gran porcentaje-. De pronto, observé cuatro chicas que avanzaban en fila, una tras de otra, me parecieron conocidas. “No pueden ser… No, en la vida, quizá la visión me está pasando una mala jugada”, pensé. Era muy probable ya que no contaba con mis lentes en ese momento. La música se sumergió en mis oídos. El cochino reggaetón retumbaba. Los muchachos simulaban actos sexuales pero con ropa. Las féminas que vi tenían la gracia del Grinch, carecían de belleza en su totalidad. “¿Donde mierda estoy?”, me repetía en mis pensamientos. M trajo a una chiquilla de aproximadamente quince años, sudorosa. M le preguntó si podía bailar con alguno de nosotros, que puede escoger al que más le atrajese. La chiquilla miró a F, lo jaló de los brazos y lo llevó a unos centímetros de distancia, se volteó y en acto repetido, empezó a sobar su trasero al compás de la música. Mientras tanto, observaba detenidamente la pista de baile. Encontré a dos chicas que valían la pena, buen cuerpo y simpáticas de cara. “Pero que… carajos”, dije al ver que tres de los tipos más delincuenciales de ese cuchitril bailaban con ellas. Estaba seguro que el ingenuo que las sacase a bailar, iba a ser asaltado y golpeado por esos tipos. “Pasa nada, cawsa”, pensé. A los minutos, F, astuto, le pide de la manera más amable a la chiquilla que baile con A. Éste tímidamente nos mira y luego empieza a bailar una canción de salsa con ella. Al ver que el trago era asqueroso y caro y, además, no tenía nada que hacer en ese lugar, les dije que nos fuéramos de esa mierda. 
      En el bus regreso a casa G me dijo: “Alucina a quien encontré en el baño”. Levanté una ceja extrañado. “Ni idea, a quien”, le respondí. Ella luego de unas carcajadas me dijo que había visto a las del cuartel. No lo pude creer, pero luego de rebobinar algunos hechos, aquellas personillas que vi en un comienzo que me resultaron familiares, eran, sin lugar a dudas, ellas. Nunca imaginé que esas conchasumadres frecuentaban esos lugares. Amigos, cultos lectores, ese grupito llamado “el cuartel”, es el grupo de nerds de mi universidad, aquellas que tienen los promedios más altos debido a sus constantes amanecidas y también por ser las chupa medias de los docentes. “Quien iba a pensar pues”, dije mientras guardaba el vuelto del pasaje en mi bolsillo.