martes, 21 de octubre de 2014

American Trip

4


Cuando dije que todas las casas eran idénticas, lo eran, tanto por fuera, como por dentro. Todas las casas tenían dos pisos: en el primero había una pequeña sala con una TV antigua, un baño y una cocina-comedor; en el segundo piso se encontraban las habitaciones, que eran dos, cada una tenía tres camas y un TV antiguo, también había otro baño. 

En la primera noche dormí en el cuarto de los jamaiquinos. Recuerdo que uno de ellos roncaba como mi perro, me llegó al pincho. Las siguientes noches dormí en la sala, en un inmenso sofá que se convertía en cama, tipo Transformers. 

Al día siguiente hablé con Taylor y me ubicó en la misma casa, o sea el 901. También me hicieron el drug test y firmé contrato. Yo iba a dishwasher, como muchos, pero fui el único que se quedó con ese puesto, los demás fueron cambiados a laundry. El otro grupo iba a trabajar como housekeepers. Ese día también conocí a mucha gente peruana, algunos chilenos y argentinos. 

Una semana después fue mi orientation. Me indicaron dónde iba a trabajar, que iba a ser, cuales eran mis horarios y otras cosas. Se suponía que al día siguiente del orientation iba a ser mi primer día de empleo, pero no fue así, fui el único de todo ese grupo que tenía que comenzar la siguiente semana, ya que no salía en el horario de los dishwasher. Volví a hablar con Taylor, la directora de Human Resources, pero fue en vano. 

Esas dos semanas que estuve sin trabajar, en casa, me parecieron eternos y tristes. Extrañaba mi familia, mi casa, mis amigos, todo lo que me hacía recordar a una vida de comodidad en mi país. Ahora me encontraba en un país lejano, donde se hablaba otro idioma, con otras costumbres, con un frío que hasta ese momento llegaba a los -10 C°, solo, triste y perdido. Quise abandonar ese lugar de mierda e irme a vivir con mi tía que vive en New York, pero salir de allí y llegar no iba a ser nada fácil. Encima tenía que tener el social security para poder trabajar allá, o si no me podían deportar.

Aunque no todo fue una mierda, casi todas las noches había reuniones o fiestas en algunas casas y como hueveando iba a veces. Recuerdo que en una fiesta llegaron dos chicas rubias que se robaron las miradas masculinas de deseo y de envidia, por parte de las mujeres. La más alta era chilena y la otra era argentina pero estudiaba en Chile. Debo confesar que las dos eran guapas, las más guapas de todo ese inmundo barrio de latinos. Todos querían ligar con la argentina, pero personalmente la chilena me pareció más atractiva, la otra era muy Barbie. 

El día de navidad fue sumamente extraño, era la primera vez que lo celebraba sin mi familia, esta vez lo hacía con gente que recién conocía. Fue duro. Lo más raro para mí fue que experimenté esa navidad con nieve y con hermosas estrellas en el cielo. 

Los jamaiquinos me llegaban al pincho. Me fue difícil entender lo que decían, pues su inglés era asqueroso. Como decía Lalo: “si entiendes a los jail (jamaiquinos), entiendes a quien sea”. Como les conté antes, vivía con dos jamaiquinos: uno gordo y uno flaco. No me acuerdo como se llama el gordo, pero qué chucha, no interesa. Lo que sí es digno de contar es que ese gordo a pesar de ser callado, solía llamar por teléfono a los vecinos y joderlos. Me acuerdo un día llamó a los argentinos y como ellos eran los únicos que tenían una registradora de llamadas se dieron cuenta que la llamada era de la casa donde yo vivía. Vinieron en seguida. Yo abrí. 

–Acaban de llamar a mi casa de un teléfono de aquí. Estaban boliudeandonos
–¿Sí? –le respondí– qué raro.
–Ya, cuidado, dile a ese payaso que deje de joder –reconociendo que mi voz no era la de la llamada–No quiero problemas. 

Se fueron. Cada pisada se hundía en la blanca nieve, dejando huella. Cerré la puerta.

Ese gordo siempre me reventaba las bolas diciéndome que no robe las cosas del refrigerador. Qué mierda iba a ser choro si ellos mismos, los peruanos, me dijeron que agarre lo que quiera del refrigerador. La condición era que todos íbamos a poner cuotas iguales para comprar alimentos. Aparte de eso, una vez me jugó una broma. Estaba bañándome, relajado, cuando de pronto escuché la puerta. Alguien estaba tocando. “Open the door, I wana pum pum”, dijo el gordo ese. Pum pum es tener sexo, es como decir fuck para los jamaiquinos. “¿Qué?”, dije. Siguió tocando. Me puse la toalla y abrí la puerta. Vi a Lalo y al gordo riéndose. Los peruanos siempre bromeaban que ese gordo era el negro ese de la cárcel que dice: “recoge el jabón”. No sé cómo lo convencieron de hacer esa broma. Volví a entrar al baño, furioso, para cambiarme. 

Durand, el jamaiquino flaco, era más buena onda, más amigable. “Hey youuuu”, decía el hijo de puta ese, siempre gritaba la misma mierda. Me ayudó a comunicarme con mi tía de New York. Lo malo es que molestaba a la gente cuando veía algo sucio o algo no ordenado en la casa. 

Un día después de navidad se fueron los jamaiquinos. Debo confesar que me alegró un montón el enterarme de esa noticia. Ahora la casa era solo de peruanos. Subí a la otra habitación y me apoderé del lugar, yo solo dormía en un cuarto; mientras los otros tres peruanos dormían en el del costado. Sin lugar a dudas, después de la navidad más fría que haya vivido en toda mi vida, mi suerte empezó a cambiar y la vida, a sonreír.

viernes, 3 de octubre de 2014

American Trip

3


El aeropuerto de Dallas era gigantesco. Era más de tres veces de grande que el aeropuerto de Lima: el “Jorge Chávez”. Tenía de todo: restaurants, tiendas de ropa, tiendas de accesorios, entre otras cosas. Hasta había trenes para poderte movilizar.

En el camino me encontré con un peruano que me ayudó a matar el tiempo unas horas. El muchacho venía de Arequipa, tenía veinticuatro años e iba a Colorado, por tercera vez. Buena honda el brother ese. A eso de las 10 am se fue a su gate, mientras yo me dirigí a la estación de tren.

Subí al tren de la ruta C. Estaba súper vacío. Era la primera vez que subía a uno. Saqué mi cámara digital y me tomé unas cuantas fotos. A pesar de no haber desayunado, no tenía hambre. 

Subí al avión y lo que siguió carece de sentido. Plan de las 6:30 pm llegué al aeropuerto de Pittsburgh. Después de un agotador viaje llegué a Pennsylvania, estado el cual no me iba a mover hasta marzo. 

Inmediatamente me fui a la sala donde entregan los equipajes de bodega. Busqué como loco donde quedaba dicho lugar. Mientras caminaba, mi vista no pudo encontrar a otra persona que no sea norteamericana. Una vez que llegué, cogí mi maleta y me fui al teléfono más cercano. 

-Hola, ¿Carlos? –Dije medio asustado y nervioso- soy Christian, amigo de George, ya llegué al aeropuerto de Pittsburgh, ¿dentro de cuánto tiempo estarás aquí? No te demores.

Me contestó. Me dijo que iba a llegar en veinte minutos. El tiempo pasaba lentamente. Maldije la hora en la cual me lancé por esa idea. Tenía dos opciones: pagar alrededor de 190 dólares para que el bus del resort donde iba a trabajar me recoja del aeropuerto o pagarle 80 dólares al amigo de un pata que me había contactado en el grupo de facebook de los muchachos sudamericanos de work and travel. “La puta madre", dije. Volví a llamar. 

-Hola, ¿Carlos?, te estoy esperando en el lugar donde se recoge las maletas.
-Ok, ok.
-¿Cómo me vas a reconocer? –Pregunté, ya que nunca nos habíamos visto- estoy vestido con una casaca azul.

Colgué y me senté con mis maletas. No había duda que me había ido a los Estados Unidos a la aventura. Quizá se me hubiera hecho más fácil y entretenido el ir acompañado con algún amigo de Lima. 

Me acordé de la descripción de George: “es bien fácil de reconocer, Carlos es jamaiquino”. No se me ocurrió otra cosa que un negro alto. No me equivoqué. 

En el momento menos esperado, escuché una voz que decía: “¿Christian, eres tú?”. Era Carlos. Me levanté del asiento y le estiré la mano. Conversamos cualquier estupidez que no me acuerdo y nos fuimos a su auto. Nunca me podré olvidar el momento en que pisé la calle de Pittsburgh, mis piernas se inmovilizaron, nunca había sentido tanto frio, era peor que estar en un fridge. Cometí un grave error: el no haberme puesto calentador dentro del pantalón. 

Carlos metió mi equipaje dentro de la maletera. Dentro del auto, estaba sentada una morena que vestía un abrigo típico de las chicas de los barrios peligrosos que salen en las películas gringas. Le dije: “hola” y me senté en el asiento trasero. 

El viaje duró alrededor de una hora y media. El lugar donde iba a vivir si estaba jodidamente lejos de la civilización. En el camino miraba por la ventana y todo era diferente a lo que conocía en mi país, aparte de los letreros en inglés, claro, las calles hasta el cielo era diferente.

Antes de llegar a Farmington, paramos en Uniontown y entramos a Wallmart. Dicho establecimiento era un supermercado inmenso que tenía de todo. Una de las cosas raras que vi era que tenían, aparte de las cajas registradoras la cual atendía una chica, otras que no había nada y el cliente metía su dinero o su tarjeta en la máquina y lo registraba por su cuenta, by yourself como dirían ellos. Me quedé sorprendido. Estoy seguro que en Perú sería un fracaso, la gente se iría sin pagar. “No way”, dije. 

Salimos de Wallmart y seguimos con el viaje. A los minutos llegamos a un barrio desolado que tenía casas idénticas. “Acá es donde vive George, pasarás la noche allí y luego hablas con Taylor para que te ubique en una casa”, me dijo Carlos. Tocó la puerta de una casa que tenía el número 910. Salió otro jamaiquino, igual de alto pero más flaco: era Durand. Me miró mal pero me dejó entrar. Dejé mis maletas en la sala y me fui a la cocina, donde había gente. “¿Eres peruano?”, me dijo el más bajito de ellos. “Sí”, le contesté y seguí respondiendo el interrogatorio. En esa casa vivían tres peruanos y dos jamaiquinos. Los peruanos me vacilaron un toque y uno de ellos me preparó sopa Maruchan. No me imaginé que esa casa de madera iba a ser mi hogar durante más de tres meses.