domingo, 26 de septiembre de 2010

La profezorra

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      Tony esperaba el examen desde su asiento, ubicado estratégicamente en la primera carpeta de la fila izquierda, en dirección de la puerta. Detrás de él se sentaba Stephany, aquella chica que le había robado el corazón, aquella que iluminaba sus días con esa sonrisa resplandeciente y esa mirada tan penetrante. Cursaban el segundo ciclo. Tony estudiaba Literatura; Stephany, arte.
      La profesora de matemática, Elizabeth o profezorra como le decían, había entrado con mucho sigilo, en sus manos permanecían herméticos los exámenes. Después de entregar los exámenes, la profezorra vigilaba con gran cautela, sitio por sitio, pasando muchas veces por todos los lugares. Stephany se para de su asiento y lleva consigo su examen, la profesora que estaba sentada, la espera.
      –Profe estaba tabulando esta función y no me sale.
      Mientras ambas conversaban muy concentradas, Tony que había copiado las preguntas del examen en una hoja, se para de su asiento, se agacha y la bota por el orificio de la puerta (el fino espacio que separa el suelo de la puerta). Afuera esperaba un tipo, aquél inescrupuloso que los iba a ayudar, resolviéndole el examen en escasos minutos. Luego de veinte minutos la escena se repite, pero esta vez, la hoja entra.
      Al día siguiente termina la clase, todos se iban, pero Tony es detenido por la profezorra.
      –Tony quiero hablar contigo acerca de tu examen final –sosteniendo la prueba.
      –Qué es lo que sucede –responde nervioso.
      –Es muy extraño que teniendo calificaciones desaprobatorias, hayas conseguido un veinte en el examen final –mirándolo fijamente a los ojos.
      –Esta vez estudie, estudie muy duro –luego de respirar hondo–. Es el resultado de mi esfuerzo, de mis amanecidas.
      –No hagas un teatro, que tus poses de gran escritor o lo que quieras no funciona acá –de su maleta saca otro examen–. Qué raro que Stephany también haya sacado alta calificación y sin venir a clases.
      –No sé –dijo sin vacilar –fácil y ella también haya estudiado.
      –No te hagas el cojudo –luego de soltar una risa malévola– ¿Creen que no me dí cuenta como plagiaban? Están perdidos, que el rector se entere de esto y la expulsión es casi un hecho.
      Tenía razón, ni el tercio estudiantil podía abogar por ellos. Empezó a sudarle las manos. No solo él, sino también Stephany iba a ser expulsada. Ni en la más terrible de sus pesadillas iba a imaginarse que sucedería.
      –Por favor no diga nada –sus ojos empezaron a cubrirse de lágrimas, lágrimas de desesperación– Haré lo que sea.
      –Te espero esta noche en mi casa –escribe la dirección en un papel y se la entrega– A las nueve en punto, ya sabes, si no vas te arrepentirás.
      Estando afuera más de media hora, estático, contemplando la casa. Decide tocar. Elizabeth abre la puerta y le da la bienvenida besándolo y metiéndole la lengua por la boca. Era una señora de unos cincuenta años, sin esposo y sin hijos. Vivía sola en un lujoso departamento ubicado en Las Casuarinas. Como toda soltera tenía la casa impecable. La mesa estaba decorada elegantemente. Dos platos de comida, dos vinos añejos saltaba a la vista. Se sientan.
     –Nunca pensé que te tendría solo para mí –luego de masticar– Esta noche nunca la olvidarás.
     Hacen un brindis. Desde la primera clase Elizabeth se quedó perdidamente enamorada de Tony, de sus mozos dieciocho años, su manera de afrontar los problemas y la actitud tan relajada que lo caracterizaba. Hacen un brindis. Luego de comer se dirigen a la terraza a platicar un rato, como para bajar la comida.
      –¿Es necesario hacer toda esta huevada?
      –No tienes otra opción, así que tendrás que hacerlo.
      –Eres una zorra.
      –Y tú eres un chibolo huevón que me la va empujar –sonriendo– así como se la han empujado a esa bastarda de Stephany.
      –No lo vuelvas a decir –cerrando los puños– porque serás tu la que se va a arrepentir.
      Tony se mete al baño y saca de su bolsillo un poco de coca, se rompe la ñata, inhalando lentamente.
      Sale y la encuentra en la cama. Se aproxima y le rompe la blusa de un solo tirón. Luego de hacerlo entra al baño y se moja la cara, “no puedo creer lo que acabo de hacer”, se repetía una y mil veces.

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