viernes, 3 de octubre de 2014

American Trip

3


El aeropuerto de Dallas era gigantesco. Era más de tres veces de grande que el aeropuerto de Lima: el “Jorge Chávez”. Tenía de todo: restaurants, tiendas de ropa, tiendas de accesorios, entre otras cosas. Hasta había trenes para poderte movilizar.

En el camino me encontré con un peruano que me ayudó a matar el tiempo unas horas. El muchacho venía de Arequipa, tenía veinticuatro años e iba a Colorado, por tercera vez. Buena honda el brother ese. A eso de las 10 am se fue a su gate, mientras yo me dirigí a la estación de tren.

Subí al tren de la ruta C. Estaba súper vacío. Era la primera vez que subía a uno. Saqué mi cámara digital y me tomé unas cuantas fotos. A pesar de no haber desayunado, no tenía hambre. 

Subí al avión y lo que siguió carece de sentido. Plan de las 6:30 pm llegué al aeropuerto de Pittsburgh. Después de un agotador viaje llegué a Pennsylvania, estado el cual no me iba a mover hasta marzo. 

Inmediatamente me fui a la sala donde entregan los equipajes de bodega. Busqué como loco donde quedaba dicho lugar. Mientras caminaba, mi vista no pudo encontrar a otra persona que no sea norteamericana. Una vez que llegué, cogí mi maleta y me fui al teléfono más cercano. 

-Hola, ¿Carlos? –Dije medio asustado y nervioso- soy Christian, amigo de George, ya llegué al aeropuerto de Pittsburgh, ¿dentro de cuánto tiempo estarás aquí? No te demores.

Me contestó. Me dijo que iba a llegar en veinte minutos. El tiempo pasaba lentamente. Maldije la hora en la cual me lancé por esa idea. Tenía dos opciones: pagar alrededor de 190 dólares para que el bus del resort donde iba a trabajar me recoja del aeropuerto o pagarle 80 dólares al amigo de un pata que me había contactado en el grupo de facebook de los muchachos sudamericanos de work and travel. “La puta madre", dije. Volví a llamar. 

-Hola, ¿Carlos?, te estoy esperando en el lugar donde se recoge las maletas.
-Ok, ok.
-¿Cómo me vas a reconocer? –Pregunté, ya que nunca nos habíamos visto- estoy vestido con una casaca azul.

Colgué y me senté con mis maletas. No había duda que me había ido a los Estados Unidos a la aventura. Quizá se me hubiera hecho más fácil y entretenido el ir acompañado con algún amigo de Lima. 

Me acordé de la descripción de George: “es bien fácil de reconocer, Carlos es jamaiquino”. No se me ocurrió otra cosa que un negro alto. No me equivoqué. 

En el momento menos esperado, escuché una voz que decía: “¿Christian, eres tú?”. Era Carlos. Me levanté del asiento y le estiré la mano. Conversamos cualquier estupidez que no me acuerdo y nos fuimos a su auto. Nunca me podré olvidar el momento en que pisé la calle de Pittsburgh, mis piernas se inmovilizaron, nunca había sentido tanto frio, era peor que estar en un fridge. Cometí un grave error: el no haberme puesto calentador dentro del pantalón. 

Carlos metió mi equipaje dentro de la maletera. Dentro del auto, estaba sentada una morena que vestía un abrigo típico de las chicas de los barrios peligrosos que salen en las películas gringas. Le dije: “hola” y me senté en el asiento trasero. 

El viaje duró alrededor de una hora y media. El lugar donde iba a vivir si estaba jodidamente lejos de la civilización. En el camino miraba por la ventana y todo era diferente a lo que conocía en mi país, aparte de los letreros en inglés, claro, las calles hasta el cielo era diferente.

Antes de llegar a Farmington, paramos en Uniontown y entramos a Wallmart. Dicho establecimiento era un supermercado inmenso que tenía de todo. Una de las cosas raras que vi era que tenían, aparte de las cajas registradoras la cual atendía una chica, otras que no había nada y el cliente metía su dinero o su tarjeta en la máquina y lo registraba por su cuenta, by yourself como dirían ellos. Me quedé sorprendido. Estoy seguro que en Perú sería un fracaso, la gente se iría sin pagar. “No way”, dije. 

Salimos de Wallmart y seguimos con el viaje. A los minutos llegamos a un barrio desolado que tenía casas idénticas. “Acá es donde vive George, pasarás la noche allí y luego hablas con Taylor para que te ubique en una casa”, me dijo Carlos. Tocó la puerta de una casa que tenía el número 910. Salió otro jamaiquino, igual de alto pero más flaco: era Durand. Me miró mal pero me dejó entrar. Dejé mis maletas en la sala y me fui a la cocina, donde había gente. “¿Eres peruano?”, me dijo el más bajito de ellos. “Sí”, le contesté y seguí respondiendo el interrogatorio. En esa casa vivían tres peruanos y dos jamaiquinos. Los peruanos me vacilaron un toque y uno de ellos me preparó sopa Maruchan. No me imaginé que esa casa de madera iba a ser mi hogar durante más de tres meses.

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