viernes, 20 de agosto de 2010

Aprieta el gatillo

El doctor miraba a Emilio con cierta pena. Luego de estar en coma cerca de dos días, Emilio abre los ojos, la luz blanca daña sus ojos.

–¿Dónde estoy? –preguntó Emilio.
–En el hospital –respondió el doctor–, tranquilícese.

Emilio empezaba a respirar con dificultad. Giró la cabeza en dirección del doctor y lo contempló sin mencionar ninguna palabra durante mucho tiempo. Luego quitó la sabana que lo envolvía, se sentó en la cama y se agarró el pecho.

–Doctor, dígame –lo miró sin parpadear– ¿Qué hago aquí?
–Has estado en coma, dos días. No te quiero vender falsas esperanzas –pausó un breve tiempo, esos segundos parecían eternos –, pero...
–¿Pero qué?
–Tienes tres meses de vida –una gota de sudor frio cayó de su cara–. Lo siento.

Emilio apretó los puños y empezó a maldecir. Abrió la puerta con suma violencia y se retiró.

Llegó a su casa y le contó lo sucedido a su esposa, Veralucía. Los dos se abrazaron y lloraron sin consuelo. Emilio se repuso.

–Estos tres meses hay que vivirlos como nunca– dijo Emilio.

Veralucía sonrió y asintió con la cabeza. Empacaron la maleta. Veralucía colocaba la ropa necesaria para un largo viaje. De pronto, Emilio saca de su cajón un revolver. Veralucía lo mira fijamente a los ojos.

–Probablemente los últimos días sufra –cargando el revolver– así que cuando llegué el momento, apretarás el gatillo.
–Pero qué estás hablando.

Discutieron toda la noche.

Al día siguiente tomaron un bus hacía Punta sal. Disfrutaron de su estadía en dicho lugar. Parecía que estuvieran en el paraíso. Ambos renunciaron a sus respectivos trabajos y decidieron gastar hasta el último céntimo de sus ahorros. Se levantaban tarde, desayunaban gaseosa con panes. Estaban en la playa toda la tarde, disfrutando del sol, nadando y corriendo olas. Las noches eran de discoteca: destrucción. Siempre terminaban en algo íntimo, los dos y la noche. Para combatir la cruda realidad consumían drogas. Las preferidas de Veralucía eran los hongos alucinógenos, luego de una dosis rompía a llorar. En cambio, Emilio prefería la cocaína; dibujaba su nombre en la mesa y con una cañita, inhalaba. Esas vacaciones fueron un descontrol total.
Dos meses y medio pasó. Un grave dolor afectó a Emilio. Se doblaba en dos, cerraba los ojos, gritaba como loco. Cada segundo pasaba y ya olía el olor de la muerte. Veralucía quedo mirándolo, estática.

–Amor –dijo Emilio, luego de un gran esfuerzo–, el revolver está al costado de la cama.

Ella corrió, tiró todas las cosas al suelo, en su afán de encontrarlo.

–Ya es hora –dijo Emilio– aprieta el gatillo
Ella no podía creer lo que estaba escuchando. No le cabía en la cabeza echar cinco años de matrimonio al tacho. Aunque sabía que Emilio no tenía cura, no podía matarlo, estaba en contra de la eutanasia.
–No lo haré.
–¿Qué mierda estás hablando?
–Te amo tanto –llorando– no puedo hacerlo.
–Eres una perra. No sirves para nada. Kathy es mejor que tú en la cama. No sé cómo pude estar contigo.

Veralucía abrió los ojos, desorbitados. Cogió el arma y dejándose llevar por el impulso, apretó el gatillo. Un disparo se oyó. Emilio cayó. Su cabeza parecía un río de sangre. Entonces comprendió que lo había matado. 

–Puta madre.

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